jueves, 3 de febrero de 2011

Lo que de mí queda


Durante los años de adolescencia soñé cada día cómo serían mis días adultos, así transcurría el tiempo, daba igual lo que hiciera, mi imaginación era puro fluir . He de decir que no fue una época perdida en abismos, era una vida paralela que disfrutaba incluso más que la real, aunque en ella los trances amargos también se hacían presentes- era soñadora no inconsciente-. Tenía un marido que se dedicaba a hacerme feliz, además de trabajar para ofrecerme una vida “perfecta”. Tenía hijos que no me costó parir, una bonita casa, no muy grande, que cuidaba yo misma porque disponía de todo el tiempo- era un sueño, claro-.
 Muchos sueños después, hubo un tiempo de marido imperfecto, de partos difíciles, de casa a medias y de amargo hogar que cuidaba yo misma porque disponía de todo el tiempo.
Planté un jardín y muchos almendros esperando ver la nieve desde mi ventana algún día, pero me pudo la prisa y brotaron en mi ausencia – esto no estaba en mi sueño, se salía del guión, aún dudo de que ocurriera, pero los sueños te desafían y van mucho más lejos-
No cuidé más la casa, ni a los árboles, ni al perro, ni al marido; salí con los hijos puestos y seguí soñando. He visto el invierno en la ciudad, exploré tierras desconocidas y volví a la casa de mis padres cargada de frustraciones y sueños.
Dormía en un cuarto que yo misma pinté de azul porque disponía de todo el tiempo. Tuve sueños azules y me volvió la prisa, y se hizo eterna; una vida paralela que disfrutaba casi tanto como la de un sueño.
Sé quién soy, no importa en qué lugar me imagine, siempre tendré ciudades por visitar, el deseo vivo de un amante, una casa, no muy grande,  ausencias por cubrir y todo el tiempo, todo el tiempo. 


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