Cada noche
invocabamos juntas
a los
santos que debían guardar mis sueños.
Tú
apretabas los dientes,
aguantabas
la respiración,
hasta
que mis párpados caían vencidos
más por miedo que por cansancio.
En la
primera campanada del culto nocturno
ya tenía los ojos abiertos,
y miles de polillas rodeaban mi cama.
Soñaba despierta, madre, aprendí
a correr.
Pero
cada mañana regresaba,
dejaba que
me pusieras en pie,
fingía un
cansancio desconocido.
Nunca
confié en tus dioses
porque nunca te concedieron
aquello
que tanto deseabas,
que yo
durmiera.
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